LA DOSCOLAS



de Anatoly Kudryavitsky (Anatoli Kudriavitski)

 

Cuando se llenaba de ira, irradiaba luz. Lina solfa decir: –«Cuando se agoten las pilas de la linterna vamos a enfadar a la doscolas.»

La doscolas, por supuesto, no tenias dos colas y, además, la única que tenias era parda y sin pelo, igual que el resto del animalito, que parecía más bien un gato sin pelo inglés, al que vimos por la televisión, pero más pequeña, mucho mis pequeña. «Corno si fuera una rata de raza, –decia Lina– con dos colas».

En esto consistia toda la gracia del chiste, ya que Lina y yo seguiamos al animal a todas partes como si fueramos sus extenciones. Las pilas efectivamente se acabaron pronto y por las tardes la doscolas nos acompañaba al rio. Sólo hacía falta frotarla ligeramente a contra pelo, mejor dicho en la dirección en la que no le había crecido el pelo, y el cuerpo del animalito empezaba a radiar una luz violeta, no muy fuerte, claro, pero que pernitia ver el caminito. Antes de meternos en el agua, Lina la acariciaba más fuerte, el animalito resoplaba enfadado y se erizaba sus bigotillos de morsa, su luz se ponía mas brillante, y nos servia de faro, cuando, con el frío en el cuerpo, nos volviamos nadando a la orilla. La luz de la doscolas se veia incluso desde la otra orilla. Después de secarse bien nos quedabamos un largo rato sentados sobre una toalla doblada por la mitad, y la noche nos miraba con sus ojos como perlitas, iguales que los de doscolas, y hablaba con nosotros. A lo lejos rojeaban unas luces en alguna torre muy alta.

«Como si fiera un tren que se aleja; íuna vez dijo Lina. íSe aleja, se aleja, pero no acaba de marcharse.»

El lugar estaba despoblado; a la tienda de campaña llegaban continuamente saltamontes y escarabajos para gran alegria de la doscolas que organizaba «un festín bohemio» o sea, los desmigajaba crujiendo, alterando facilmente su fragilidad de cristal.

El agua se enfriaba con el paso de los días, el verano se acababa; se acababa y al final se acabó. Recogimos la tienda de campaña y cargados con las mochilas fuimos lentamente hacia la estación.

Atardecía.

– El tren es dentro de media hora, –dijo Lina, –mientras, llena la cantimplora.

Ella fue directamente al anden, y yo me dirigí hacia un solitario pabellón que amarillaba en la más alejada parte de la plaza. Allí me llenaron la cantimplora con el agua de frambuesa, espeso líquido que misteriosamente reposaba en el depósito.

–El de Moscú se marcha. –Bostezó la dependienta, dirigiendose a la señora de limpieza.

Me quedé muerto. Cogí la cantimplora y a toda prisa me lancé cruzando la plaza al anden. La mochila pesada me impedía correr.

Aquí está el anden. Lina no está, el tren coje la velocidad, el último vagan llega casi al final de anden.

Cuando llegé hasta allí, las luces rojas estaban ya muy lejos. De pronto lo vi: a estas luces rojas se añadió una más, de blanco resplandeciente, como sí alguen sacaba por la ventanilla de un vagon una mano con la linterna.

«¡Es Lina con la doscolas!» –entendí.

Nunca, jamás he visto que la doscolas luciera así. ¡Era rabia, enloquecida furia que reducia a ceniza todo a Su paso!

Las luces seguian alejandose –cuatro rojas y una blanca brillante. Antes de la curva pareció que la luz blanca explotó y se deshizo en miles de lentejuelas centelladas.

–Hay que ver, los gamberros, están tirando petardos, ídijo alguen a mis espaldas, cuando allí, donde seguía fija mi mirada, ya reinaba total oscuridad.

 

 

La traducción del ruso: Vera Kukharava









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